Españoles y extranjeros, ¿quién aporta más?
España tiene unos cuarenta y ocho millones de habitantes censados, y posiblemente uno o dos millones más en situación irregular, es decir, unos cincuenta millones de personas.
¿Saben cuantos extranjeros hay en España, según los datos oficiales? Pues alrededor de ocho millones censados, y seguramente un par de millones más sin papeles, es decir que no figuran en los datos oficiales.
De los 48 millones de habitantes legales, trabajan, trabajamos, escasamente 16 millones de personas, es decir, una de cada tres, contribuyendo al mantenimiento de las otras dos, a través de la familia, la jubilación, el seguro de desempleo, pensiones de invalidez, salarios sociales de las comunidades autónomas, etc.
Del colectivo de extranjeros, entre ocho y diez millones de personas, repito, solamente trabajan legalmente un millón seiscientos mil, es decir únicamente el diez por ciento de los cotizantes a la seguridad social. La ratio de extranjeros que trabajan en, pues, muy inferior a la española: uno de cada cinco. Los cuatro restantes viven –o sobreviven- de sus familias, de las ayudas sociales, que aquí damos a propios y extraños, de Cáritas, comedores sociales, etc.
Y, por supuesto, de la economía sumergida. En la casa donde vivo, hay treinta vecinos, y al menos una docena de familias tienen asistentas domésticas extranjeras, seguramente todas –o casi todas- sin asegurar, cobrando en dinero negro…
Por no hablar del mundo de las chapuzas a domicilio, pintores, albañiles, electricistas…, que también está plagado de extranjeros, que encima tiran los precios, pues como no se molestan en darse de alta, pagar a Hacienda y a la Seguridad Social, pueden trabajar con precios inferiores al autónomo que está legalizado.
O el ancho mundo de la prostitución, mayoritariamente femenino, aunque también hay masculina, que según las malas lenguas ocupa entre 300.000 a 500.000 personas, siendo la mayor parte extranjeras, y que por supuesto, dada nuestra tradicional tendencia a negar lo que es evidente, carece de regulación alguna, lo que supone cero ingresos para el Estado.
Pero todas esas persona utilizan nuestro sistema sanitaria, y no se privan incluso de traer a sus padres, hermanos o hijos, para que sean atendidos por nuestros mejores especialistas. Total, es gratis… Asisten a nuestras escuelas e institutos públicos, y casi monopolizan las becas de comedor, que se dan a las familias necesitadas, desplazando a los españoles en mala situación en beneficio de extranjeros que nunca han aportado un euro –y muchos tampoco piensan hacerlo- a la Hacienda y Seguridad Social españolas.
En resumen, esta cifra, a toda luz excesiva de extranjeros que no hacen nada, más que vivir de nosotros, no con nosotros, ¿realmente no es preocupante? ¿No tendríamos que limitar la entrada y permanencia de personas que no trabajan –o hacen como que no trabajan- y tampoco acreditan disponer de medios económicos para vivir por cuenta propia? No podemos ser el paraíso de los que creen que todo es gratis.
Parece obvio que en España todos somos iguales, pero los españoles primero…
Siempre digo que me gustaría tener los mismos derechos que un extranjero en España, y mis amigos se ríen, pensando que estoy haciendo una broma, cuando lo digo totalmente en serio. Pese a ser español de nacimiento, lo cierto es que cada día me considero más ciudadano de segunda. Y si se trata de pedir ayudas sociales, becas de comedor para los hijos, la atención de Cáritas -a Dios gracias no necesito nada de todo ello-, siempre se privilegia primero a los extranjeros, cuando debiera ser al revés. Los españoles primero, y, si sobra algo, pues para ayudar a los extranjeros. Pero no a la inversa…
Durante los años 1940-1970, los españoles salimos a trabajar mucho a Europa, Alemania, Suiza, Francia…, pero lo hacíamos solo nosotros, sin el acompañamiento de la esposa e hijos, pues esos países no permitían que fuesen a vivir allí. Nosotros en cambio permitimos que cualquier extranjero se traiga aquí a su esposa, amante, hijos, padres, suegros, en resumen, la biblia en verso. Y así nos va. Después toda esa gente genera derechos a prestaciones sociales, usa -y abusa- de nuestra asistencia sanitaria, utiliza plazas escolares, que cuestan mucho dinero, pues los profesores y maestros cobran, y mucho, etc. En resumen, nuestra política de emigración está totalmente equivocada. ¡Bienvenidos sean los trabajadores extranjeros, pero sólo ellos!
No es de recibo que hayamos dejado entrar -y sigamos haciéndolo- a la esposa o marido, hijos, padres, suegros, y hasta primos, de cualquier extranjero que haya venido legalmente a trabajar en España, con un contrato de un año, por ejemplo. Todos los países restringen enormemente la entrada de los familiares de los trabajadores extranjeros, para evitar los altos costes sociales que ello supone, y el asentamiento de esta población, totalmente desarraigada, en un país a cuya cultura, historia y tradiciones son totalmente ajenos.