Faltan buenos abogados


Más de treinta años de experiencia en el mundo jurídico, primero como graduado social, después como teórico del derecho,  profesor universitario de derecho del trabajo y seguridad social, de esos que nunca han pisado un juzgado, luego como fiscal, juez y secretario judicial sustituto, y últimamente como abogado, creo me capacitan para opinar sobre el mundo del derecho en general, y sobre la abogacía en particular.

He conocido abogados buenos, malos y peores. Más malos que buenos. Los buenos con los que he tratado profesionalmente creo podrían contarse con los dedos de la mano, y sobrarían dedos. Aunque no hace falta ir a Madrid o Barcelona para encontrar grandes abogados. En Zaragoza tenemos algunos de ellos…

Como decía un abogado zaborrero, “los abogados trabajamos mucho con la lengua, como las putas, y cuando más dinero nos da el cliente, más le damos la razón”, aunque luego esa falsa razón se estrelle contra los muros de la incomprensión fiscal y judicial.

Un excelente juez, hijo de abogado, me decía que su padre opinaba que el ochenta por ciento de los abogados sólo pensaban en el dinero que le podrían sacar al cliente, más que en el fondo del asunto. Es decir que veían al cliente como una máquina tragaperras, a la que con un poco de suerte se podía limpiar de dinero. Yo ya empiezo a pensar que estaba equivocado en la cantidad: son el noventa por ciento.

Pero lo cierto es que sobran abogados zaborreros, pero faltan buenos abogados, que cada día escasean más. Parece una contradicción, pero es así.

Con mi experiencia como cliente, como compañero y desde el otro lado del mostrador, como fiscal o juez sustituto, o más bien prostituto, realmente prostituido –he dicho bien, es decir usado y tirado-, las cualidades que debe tener un buen abogado son las siguientes:

–      Sentido común. Aunque parezca mentira es el menos común de los sentidos. Y si encima sabe algo de Derecho, mejor que mejor.

–      Ponerse en el lugar del cliente. No se trata de reprocharle su delito o su incumplimiento o actuación, sino comprenderle, ayudarle, acompañarle en ese viacrucis que es el proceso judicial, y no digamos el proceso penal.

–      Buscar la mejor solución, que no siempre es la más rápida, pero tampoco la que eternice más el litigio. A veces hay que negociar, transigir, conformarse con una determinada pena, por supuesto siempre con la anuencia del cliente, y explicándole previamente en un lenguaje claro y asequible los pros y los contras de la situación, para que sea él mismo quien tome la decisión, no el profesional.

–      Ser una persona solitaria, pues la abogacía no solo es una profesión, sino también una vocación, y exige a quien la práctica una dedicación exclusiva y excluyente, con el mínimo de vida social posible. Aunque, paradójicamente, tampoco puedes descuidar las relaciones sociales, pues son las que te proveen de litigios.

–      No buscar clientes; si eres bueno, vendrán por su propio pie.

–      En resumen, pensar siempre en los intereses de los clientes antes que en los tuyos propios.

–      Pero también cobrar. Al fin y al cabo, somos profesionales y tenemos que pagar nuestras facturas. Pero atenuar las minutas a los resultados obtenidos. De alguna forma asociarnos al buen o mal fin del pleito en cuestión.

Estas son mis reflexiones sobre el particular. Por supuesto podría decir muchas más cosas, pero creo que es suficiente. En resumen, necesitamos más buenos abogados, y menos abogados zaborreros.

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